Las implosiones impugnadas pueden ser comprendidas como acontecimientos o dispositivos que desarticulan —desde el interior— las estructuras normativas de sentido, visibilidad o valor que sustentan el orden cultural, institucional o simbólico. No se trata de una explosión exógena ni de una ruptura frontal, sino de una dinámica centrípeta que concentra tensiones internas hasta hacer colapsar, implosionar, las formas hegemónicas de representación, discurso o relacionalidad. Estas implosiones no son neutras: son impugnadas, en tanto que en ellas se inscribe una voluntad crítica y una posición ética que no solo interpela, sino que sostiene el conflicto como práctica activa.
Desde una perspectiva sociorelacional, dichas implosiones acontecen en el propio entramado de lo común, en el núcleo de los intercambios y de los afectos. No emergen como una anomalía respecto a la vida cotidiana, sino como una intensificación de sus contradicciones, como una fricción productiva entre aquello que se da por supuesto y aquello que ha sido marginado, ocultado o silenciado. En este sentido, las prácticas artísticas que operan bajo este paradigma no se limitan a representar, sino que se exponen —a la vulnerabilidad, a la discontinuidad, a la indeterminación. El arte deja de funcionar como un dispositivo representacional para devenir una forma de presencia inestable, en permanente tensión entre la desaparición y la necesidad.
En este marco, la experiencia radical no se configura como una exaltación del quiebre en sí mismo, sino como una apuesta por la sostenibilidad de espacios de resistencia no espectacular, de persistencia afectiva y crítica. Es radical porque va a la raíz, pero no para cimentar una nueva totalidad, sino para deshacerla, mantenerla abierta, en disputa. Desde esta fragilidad asumida, el arte conserva todavía una potencia: la de abrir fisuras en el pensamiento, de generar complicidades imprevistas, de sostener las contradicciones sin clausurarlas en formas domesticadas o fácilmente asimilables.
Así, las implosiones impugnadas inscriben el arte en una ecología política de la relacionalidad, donde el gesto, la palabra o el silencio pueden constituirse en actos de confrontación poética. Lejos de afirmar la centralidad del arte, estas prácticas optan por habitar sus márgenes, su periferia, sus fisuras: territorios desde los cuales es posible reconfigurar el sentido de hacer arte cuando el mundo ya no garantiza promesa alguna de redención.